La idea me viene dando vueltas en la cabeza desde hace ya un rato largo, pero no me había atrevido a enunciarla en voz alta. Podría decir que no había tenido ocasión de hacerlo, aunque el trágico desenlace de los acontecimientos me hace pensar que no lo había intentado porque en el fondo tengo un leve instinto de supervivencia.
Ocurrió casi de manera accidental, había llegado tarde a una comida en la que solo conocía a uno de los invitados. Cuando me presentaron, todos los asistentes se quedaron en silencio mirándome a la espera de una breve presentación o al menos una explicación de mi tardanza.
Me justifiqué diciendo que estaba terminando un texto sobre ortografía y, para romper el hielo, les dije que me gustaría conocer su opinión al respecto: “¿cómo les parece la idea de eliminar la hache del español?”, pregunté. Las caras de horror y de sorpresa me recordaron la reacción de Diotallevi, en El Péndulo de Foucault, ante la mención de embriones machacados y mezclados con miel y pimienta: “¡Qué asco, miel y pimienta!”.
Tratando de mejorar la mala impresión que había causado con mi escandalosa pregunta, aclaré que la idea no era mía y que ya antes Andrés Bello se había extendido dando Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar i unificar la ortografía en América, en 1823. Mi argumento de autoridad cayó en saco roto, y en cambio aparecieron lamentos por la posible muerte de la “ch” que tantas alegrías nos da a los latinoamericanos, preocupaciones por la imposibilidad de que los nuevos lectores pudieran leer textos que la incluyeran, inquietudes por la posible confusión entre homógrafas y críticas al esfuerzo logístico que implicaría tal empresa. Hubo incluso quien la defendió arguyendo que sin ella no podríamos aprender otros idiomas que la incluyen.
Defendí el proyecto explicando que la “ch” se podía quedar, llamando la atención sobre el hecho de que no se trata de un fonema compuesto, es decir, no es como si al leerlo alguien combinara la “c” con la muda “h”. Expuse ejemplos de otras modificaciones ortográficas, como el día en que nos despertamos y ya psicología no se escribía con “ps” y nadie había muerto por ello. Cité el caso de la “w”, que vive en el diccionario solo para listar extranjerismos, y pedí como prueba un solo caso en el que la ortografía evite una confusión entre palabras que en todo caso son homófonas, buscando ejemplos verosímiles de situaciones en las que confundir “hablando” y “ablando” u “hola” con “ola” pueda causar una tragedia (sin hablar de la cantidad de veces que la gente escribe “hecho” queriendo decir “echo” sin que el mundo se acabe). Todos mis argumentos fueron en vano.
Días después volví sobre el hecho, que no el echo, y de nuevo pensé en Andrés Bello y su idea de que
uno de los estudios que mas interesan al hombre, es el del idioma que se habla en su pais natal, como que su cultivo i perfeccion constituyen la base de todos los adelantamientos intelectuales. Se forman cabezas por las lenguas [...] i los pensamientos se tiñen del color de los idiomas.
La hache hace parte de nuestro sistema de pensamiento, lo tiñe. Nos rehusamos a abandonarla porque en ella nos jugamos nuestra identidad; una identidad aferrada al pasado y a la tradición, y de paso al sufrimiento. Visto desde las ciencias del comportamiento este caso podría analizarse como lo que han llamado “la falacia del costo hundido” o incluso como un “sesgo de confirmación”.
Vale la pena darle un pequeño vistazo a estos dos conceptos tan de moda porque nos pueden ayudar a entender nuestra extraña relación con la hache. Comencemos por la falacia del costo hundido. Supón que llevas tres horas en una fila para entrar a un nuevo restaurante y te avisan que todavía debes esperar una hora más. Tú cerebro te dice que si te retiras de la fila habrás perdido las tres horas que llevas y por lo tanto es mejor esperar la hora adicional. El tiempo adicional no se percibe como una nueva pérdida, sino como la posibilidad, irreal, de recuperar el tiempo invertido.
Supongamos ahora que finalmente logras entrar al restaurante, pero la comida no resultó tan increíble como la esperabas. Dicen quienes estudian ciencias del comportamiento que es posible que tu cerebro ajuste tu percepción de la comida mejorándola para justificar la larga espera. Por su parte, el sesgo de confirmación hace que las personas busquen información que respalde sus ideas preexistentes incluso cuando la evidencia es contradictoria.
Tiendo a pensar que estos dos sesgos influyen en nuestra relación con la hache. En primer lugar, nadie nos va a devolver las largas horas de planas ni nos va a curar las marcas de las correcciones en rojo de cada hache omitida o incorrectamente incluida. Somos una comunidad traumatizada. Quisiera preguntarle a Google cuántas horas gastan los hispanohablantes al año confirmando si una palabra se escribe o no con hache. Estoy segura de que no es poco, pero preferimos seguirlo perdiendo antes que admitir que no teníamos que haberlo invertido en semejante despropósito en primer lugar. “Si yo perdí mi tiempo aprendiéndome las palabras tú también”, parecen querer decirle una gran cantidad de adultos a los pequeños nuevos lectores y escritores. Un principio similar es el que guía a los solotildistas, pero sobre estos volveré en otra ocasión.
Debo añadir que detrás de nuestro amor por la hache hay algo más. Vuelvo sobre la idea de que “los pensamientos se tiñen del color de los idiomas”. En este caso se trata del rojo, el rojo de la corrección de la maestra en las lecciones escolares. ¡Cuánto nos gusta la superioridad lingüística! Un español sin la hache se nos antoja excesivamente democrático: ¿qué mérito intelectual podríamos darle a una generación de nuevos hispanoescritores que no han pasado por la tortura infantil de anhelar hacerse hábiles hablantes con hermosas herramientas?
Vos queres matarnos a todos, sin la h dejariamos de ser nosotros para convertirnos en otra cosa, mejor o peor no sé pero otra cosa si.
De sacarnos la h se siguen un chorro de cosas, sacarnos la z y la b o v, una de las dos tiene que caer, la y también sobra. Y las tildes, ¿qué hacemos con las tildes? Se puede sobrevivir sin ellas perfectamente.
Las pocas veces que confundieramos una tilde por no entender el contexto se compensaría con los cientos de veces que nos ahorrariamos en mirar si solo lleva tilde o no lleva tilde.
Dejando a un lado el lado el daño emocional de dejar a morir a la persona que fuimos, hecha de haches y tildes, que no deja de ser una forma de ego, nos quedaría saber qué es lo que ganamos en realidad con la simplicación.
¿Y si la complejización fuera un logro en si misma? ¿Y si complejizando nuestra lengua estuvieramos desarrollando nuestras capacidades cognitivas?
Si eso fuera así necesitariamos inventarnos unas cuantas reglas ortográficas al pedo solo por joder, por hacersela dificil a nuestros nenes en la escuela, y obligarles a pasarse la vida consultando RAEs.
Nos odiarian de chiquitos, pero luego al crecer defenderian todas esas normas al pedo como a su misma vida.
No sé, deje volar las tontunerias que me llegaron a la cabeza. Me es interesante eso de las normas ortograficas y la simplificación o no del idioma.
Por ejemplo, ¿deberiamos dejar que una IA nos diseñase un idioma y unas reglas ortográficas lo más sencillas posibles para comunicarnos? ¿o perderiamos algo importante con la simplificación? algo inmaterial que nos anima y nos diferencia de una IA.
No tengo ni idea, pero tu propuesta me abre puertas a preguntas. Muchas gracias por alistarte a mi news, y siento si mi forma de comunicarme te es excesiva, si me lees ya verás que me comunico de una manera medio excesiva ¿lo siento?